Ese día decidió no ir a trabajar. Estaba agotado. Se sentó en una cafetería desde la que podía ver su oficina, incluso su despacho si esforzaba la vista. Piso 32, la decimoquinta ventana empezando a contar desde la derecha. Al llevar la mano hacía la taza de café se detuvo en su mano. Con la edad su piel se había vuelto tan fina como un papel de fumar. Con la yema del dedo índice siguió el recorrido de una de sus venas, lentamente, desde su muñeca hasta sus dedos, observando el destrozo que había hecho el paso del tiempo en su carne. Sus venas eran de un color morado intenso, sobresalían sobre la carne de una manera un tanto desagradable. Le recordaban a aquel chico del canal 5 que se llenó el cuerpo de gusanos. La camarera golpeó la mesa al pasar con la cadera, el café oscilo titubeante de un lado a otro hasta que por fin no pudo resistirse a caer derramado sobre el plato. Se sentía tan cansado. Le querían jubilar y eso le aterraba. No porque le gustase su trabajo, sino por enfrentarse a la idea de que entraba en la última etapa de su vida. Desde hace años sólo se había dedicado al trabajo, exclusivamente casi, menos las dos noches que dedicó a concebir a sus dos hijos. Levantó la taza y retiró el plato rebosante de café, inclinándolo para devolver el líquido a la taza. Se sentía tan solo estas dos últimas semanas. Desde que le comunicaron en el trabajo que ya no contarían con él había tratado de acercarse a su familia pero sin resultados.
La gente empezó a gritar. Miró a su alrededor, se entretuvo en observar las caras de espanto y las mandíbulas desencajadas para poder artícular los alaridos de terror. Tardó aproximadamente un minuto en mirar hacia donde todo el mundo miraba. Los coches se habían detenido en la avenida. De repente oyó un estruendo. El edificio donde trabajaba estaba ardiendo. Se estaba deshaciendo. 200.000 toneladas de acero se derretían. A esa hora sus compañeros estarían formalmente dispuestos en sus respectivos cubículos.
Apagó el móvil. Cogió su chaqueta y se alejó andando. Deslizaba su cuerpo entre las multitud como un fantasma. Estuvo andando hasta que empezó a notar calambres en las piernas. Buscó el hostal más cercano, pidió una habitación y pagó en efectivo. Al entrar en la habitación encendió la tele y dejó su móvil en la mesilla. Se tumbó un rato en la cama y se quedó dormido con el canto de las sirenas de la televisión.
Se despertó cuando todo había acabado. No quedaba ni rastro de los muros a los que había dedicado su vida. Contempló el móvil. Se preguntó cuantas llamadas de sus hijos tendría, cuantas de su mujer, cuantos mensajes de conocidos, cuantas muestras de preocupación de toda la gente con la que había compartido alguna cerveza o alguna reunión, se preguntó si encontraría tanta satisfacción en su preocupación, en su miedo, como había imaginado. Se excitaba de alegría al pensar que estaba vivo y que todo el mundo pensaba que estaba muerto. Volvería triunfal a su casa, le colmarían de abrazos, de besos, de afecto.
Se sentó en el borde de la cama. Encendió el móvil. Estrangulaba con desesperación el móvil. El calor se mezclaba con el sudor de sus manos. los ojos miraban obsesivamente la pantalla, sin apartar la vista. No recibió nada en horas, así que apagó de nuevo el móvil e hizo lo que haría cualquier persona en su lugar, darles más tiempo.
La gente empezó a gritar. Miró a su alrededor, se entretuvo en observar las caras de espanto y las mandíbulas desencajadas para poder artícular los alaridos de terror. Tardó aproximadamente un minuto en mirar hacia donde todo el mundo miraba. Los coches se habían detenido en la avenida. De repente oyó un estruendo. El edificio donde trabajaba estaba ardiendo. Se estaba deshaciendo. 200.000 toneladas de acero se derretían. A esa hora sus compañeros estarían formalmente dispuestos en sus respectivos cubículos.
Apagó el móvil. Cogió su chaqueta y se alejó andando. Deslizaba su cuerpo entre las multitud como un fantasma. Estuvo andando hasta que empezó a notar calambres en las piernas. Buscó el hostal más cercano, pidió una habitación y pagó en efectivo. Al entrar en la habitación encendió la tele y dejó su móvil en la mesilla. Se tumbó un rato en la cama y se quedó dormido con el canto de las sirenas de la televisión.
Se despertó cuando todo había acabado. No quedaba ni rastro de los muros a los que había dedicado su vida. Contempló el móvil. Se preguntó cuantas llamadas de sus hijos tendría, cuantas de su mujer, cuantos mensajes de conocidos, cuantas muestras de preocupación de toda la gente con la que había compartido alguna cerveza o alguna reunión, se preguntó si encontraría tanta satisfacción en su preocupación, en su miedo, como había imaginado. Se excitaba de alegría al pensar que estaba vivo y que todo el mundo pensaba que estaba muerto. Volvería triunfal a su casa, le colmarían de abrazos, de besos, de afecto.
Se sentó en el borde de la cama. Encendió el móvil. Estrangulaba con desesperación el móvil. El calor se mezclaba con el sudor de sus manos. los ojos miraban obsesivamente la pantalla, sin apartar la vista. No recibió nada en horas, así que apagó de nuevo el móvil e hizo lo que haría cualquier persona en su lugar, darles más tiempo.
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