Vomitar palabras, desahogar la náusea, extirpar las letras que se enquistan en tu cuerpo, las vocales de rabia, de odio, de miedo, liberarte de tantos torpes traumas aliterados, de tanto cansancio intermitente...
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno.
–Pues bien; la verdad es, querido Augusto -le dije con la más dulce de mis voces-, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes... –¿Cómo que no existo? exclamó.
2 comentarios:
«Traumas aliterados»: Grande.
Eso es escritura curativa...
Siempre me han gustado este tipo de miniescritos que expresan tanto.
Saludos.
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