Le habían recomendado un terrón de azúcar cada vez que se sintiera mareado, ¡nada menos que un tarrón! solía exclamar mientras masticaba el azúcar. Cuando murió de hiperglucemia a su viuda le aseguraron que había tenido una muerte dulce.
Un hombre con prisa jamás se habría entretenido en observar sus propias heces. Hacía más de seis meses que le habían despedido de su empresa por ofrecer un bajo rendimiento. Se pasaba el día en bata de un lado para otro sin saber que hacer. A su mujer le ponía de los nervios. Desde que se quedó sin empleo era incapaz de satisfacer sus necesidades intestinales con regularidad. Tenía el abdomen hinchado, continuos pinchazos provocados por los gases que emanaban sus heces retenidas. Pero aquella mañana mientras se asomaba a ver que estaba haciendo su mujer por décimoquinta vez, una impronta grabada genéticamente en su cerebro le indico que tenía que dirigirse al excusado. Ni siquiera el plástico frio de la taza del vater le hizo vacilar. Estuvo más de una hora allí sentado, recreándose en aquella sensación de bienestar y felicidad anal. Cuando se aseguró de que habían cesado la evacuación de excrementos espontáneos se incorporó. Jamás había visto tanta mierda junta. Se sintió realizado, satisfecho, orgulloso de sí mismo. Pensó en que igual podría ganar un guiness incluso, el ser humano que realiza la mayor defecación de la historia, ya se veía apareciendo junto al hombre que se dejó las uñas más largas o aquel otro que tenía una lengua de nada menos que nueve con cinco centímetros. Igual incluso podía ganar dinero con aquello. No lo pensó dos veces, sin ni siquiera subirse los pantalones corrió a por su cámara de fotos. Colocó un carrete nuevo, y al mismo tiempo que hacía click la tapa empezó a gritar "¡noooo!. Su grito quedó aplacado por el de su mujer, pero sobre todo, por el ruido de la cisterna.