En Holendaguem la pena capital por homicidio en primer grado, en un caso visto para sentencia, se ejecuta exactamente al mes de haber dictado el veredicto.
Culpable.
En un país soberbio, y orgulloso de su método de investigación eficiente y eficaz, no cabe lugar a error, no cabe lugar a la tortura de un corredor de la muerte y no cabe lugar a otra opción que no sea el castigo inmediato.
Amor con amor se paga.
Thomas Hellberg Laugten fue ejecutado el 15 de enero de 1964.
Thomas Hellberg fue declarado culpable el 15 de diciembre de 1963 por el asesinato de su esposa Frederika Hellberg Klauston.
El 27 de noviembre de 1963 la policía nacional de Holendaguem arrestó a Thomas en la misma puerta de su domicilio, donde una multitud de vecinos coléricos le retenían ante el cadáver de su esposa.
Los vecinos atónitos observaban el cuerpo de la mujer que habían oído chocar contra el suelo. Muchos miraban desde sus cocinas preguntándose cómo y si habría sobrevivido a un caída de siete pisos. La gente de la calle rodeó el cuerpo buscando signos de vida e hicieron de muro humano cuando Thomas apareció repentinamente en el portal. Acalorado, sudando, nervioso y definitivamente asustado ante un montón de miradas acusadoras.
- ¡Ha sido él! –gritó una vecina- ¡Es el marido! ¡Ha sido él!
El cristal estalló en pedazos cuando el cuerpo de Frederika lo atravesó precedido por un último alarido…
- ¡No! ¡Thomas, por favor! ¡No!
El estrépito espabiló a los vecinos, ya de por sí atentos por la discusión que se había estado desarrollando en el piso, y muchos pudieron llegar a ver cómo el cuerpo se estrellaba en la acera.
Thomas había bajado los siete pisos del edificio sin ascensor a toda velocidad. Huyendo de la violenta situación que retumbó por toda la comunidad. Gritos, reproches, golpes y súplicas que venía sucediéndose desde hacía semanas.
Thomas Hellberg Laugten hacía tiempo que había dejado de ser un buen marido. Un trabajo absorbente. Una joven amante. Una desidia cada vez mayor. Falto de deseo. Falto de interés. Harto de una mujer exigente, frustrada, cargada de reproches y con la aparente intención de amargarle cada día.
Tan lejos de aquella Frederika que estaba dispuesta a dejarlo todo por hacerle feliz, y que le había esperado siempre con una sonrisa y un abrazo.
Tan lejos de aquel amor inocente y dulce que comenzó hacía ya 20 años. Cuando en aquellas tardes de otoño Frederika y Thomas se buscaban a escondidas y se prometían felicidad con besos robados.
Tan lejos de aquel Thomas que buscaba cualquier excusa para hacer una promesa. De aquellas palabras que robaron su corazón para pertenecerle por completo.
Frederika abandonó estudios y trabajo para dedicarse a él. Ama de casa sin más ambiciones que amarle, hizo de su vida un hogar para Thomas. Todo era Thomas. Las cortinas, la comida, los libros, la luz, las conversaciones, los pensamientos, las frustraciones y los sueños.
Frederika Hellberg Klauston se rompió el día que supo de la joven amante. Su corazón cambió, su actitud cambió. Cada día le asediaba con las mismas preguntas, ‘¿dónde vas?’ ‘¿qué harás hoy?’ ‘¿de dónde vienes?’ ‘¿con quién has estado?’. Le controlaba la ropa, las cuentas, los cuadernos. Todo.
Todo lo que había sido Thomas, se convirtió en rencor. Las cortinas, la comida, los libros, la luz, las conversaciones, los pensamientos, las frustraciones y los sueños.
Frederika descubrió que era un ama de casa sin más ambición que el rencor, y que hizo de su vida un hogar para el rencor. Frederika descubrió que no tenía nada que perder, más que el rencor. Nada que perder. Lo planeó todo en una tarde.
Durante semanas provocó repetidas y violentas discusiones en el hogar, jugando de ante mano con las paredes de papel del inmueble y con el oído atento de un vecindario cotilla.
El jueves 27 de noviembre sabía que Thomas tenía una reunión importante a la que no podía llegar tarde. Lo preparó todo para que la discusión se provocase justo antes de que se marchase. Discutirían en el salón comedor cuya ventana daba al patio de vecinos. Le pondría histérico. Histérica ella también, chillaría y golpearía los muebles, suplicándole a gritos.
Conocía a Thomas. La tensión del momento podría con él, como tantas otras veces, y huiría precipitadamente de la discusión, más apresurado que otras veces por la importancia de la reunión.
Y en el preciso instante en que Thomas saliera por la puerta, Frederika se lanzaría contra la ventana cerrada, atravesando el cristal y gritando:
- ¡No! ¡Thomas, por favor! ¡No!
Frederika se estrelló contra el suelo a una velocidad de 80 km/h. La velocidad de un cuerpo cayendo desde 25 metros de altura hasta chocar contra la acera.
5 minutos después. Con el cuerpo de Frederika rodeado de transeúntes aterrorizados, Thomas aparecía sofocado y con la ansiedad de la prisa y el furor de la discusión reflejado en su rostro.
- ¡Ha sido él! –gritó una vecina- ¡Es el marido! ¡Ha sido él!
Semanas y semanas de violentas discusiones, una joven amante, un marido hastiado, un trabajo estresante, una esposa absorbente, un cristal roto por un cuerpo que lo ha atravesado y una última frase de súplica. Homicidio en primer grado.
En Holendaguem la pena capital por homicidio en primer grado, en un caso visto para sentencia, se ejecuta exactamente al mes de haber dictado el veredicto. Culpable.
Culpable.
En un país soberbio, y orgulloso de su método de investigación eficiente y eficaz, no cabe lugar a error, no cabe lugar a la tortura de un corredor de la muerte y no cabe lugar a otra opción que no sea el castigo inmediato.
Amor con amor se paga.
Thomas Hellberg Laugten fue ejecutado el 15 de enero de 1964.
Thomas Hellberg fue declarado culpable el 15 de diciembre de 1963 por el asesinato de su esposa Frederika Hellberg Klauston.
El 27 de noviembre de 1963 la policía nacional de Holendaguem arrestó a Thomas en la misma puerta de su domicilio, donde una multitud de vecinos coléricos le retenían ante el cadáver de su esposa.
Los vecinos atónitos observaban el cuerpo de la mujer que habían oído chocar contra el suelo. Muchos miraban desde sus cocinas preguntándose cómo y si habría sobrevivido a un caída de siete pisos. La gente de la calle rodeó el cuerpo buscando signos de vida e hicieron de muro humano cuando Thomas apareció repentinamente en el portal. Acalorado, sudando, nervioso y definitivamente asustado ante un montón de miradas acusadoras.
- ¡Ha sido él! –gritó una vecina- ¡Es el marido! ¡Ha sido él!
El cristal estalló en pedazos cuando el cuerpo de Frederika lo atravesó precedido por un último alarido…
- ¡No! ¡Thomas, por favor! ¡No!
El estrépito espabiló a los vecinos, ya de por sí atentos por la discusión que se había estado desarrollando en el piso, y muchos pudieron llegar a ver cómo el cuerpo se estrellaba en la acera.
Thomas había bajado los siete pisos del edificio sin ascensor a toda velocidad. Huyendo de la violenta situación que retumbó por toda la comunidad. Gritos, reproches, golpes y súplicas que venía sucediéndose desde hacía semanas.
Thomas Hellberg Laugten hacía tiempo que había dejado de ser un buen marido. Un trabajo absorbente. Una joven amante. Una desidia cada vez mayor. Falto de deseo. Falto de interés. Harto de una mujer exigente, frustrada, cargada de reproches y con la aparente intención de amargarle cada día.
Tan lejos de aquella Frederika que estaba dispuesta a dejarlo todo por hacerle feliz, y que le había esperado siempre con una sonrisa y un abrazo.
Tan lejos de aquel amor inocente y dulce que comenzó hacía ya 20 años. Cuando en aquellas tardes de otoño Frederika y Thomas se buscaban a escondidas y se prometían felicidad con besos robados.
Tan lejos de aquel Thomas que buscaba cualquier excusa para hacer una promesa. De aquellas palabras que robaron su corazón para pertenecerle por completo.
Frederika abandonó estudios y trabajo para dedicarse a él. Ama de casa sin más ambiciones que amarle, hizo de su vida un hogar para Thomas. Todo era Thomas. Las cortinas, la comida, los libros, la luz, las conversaciones, los pensamientos, las frustraciones y los sueños.
Frederika Hellberg Klauston se rompió el día que supo de la joven amante. Su corazón cambió, su actitud cambió. Cada día le asediaba con las mismas preguntas, ‘¿dónde vas?’ ‘¿qué harás hoy?’ ‘¿de dónde vienes?’ ‘¿con quién has estado?’. Le controlaba la ropa, las cuentas, los cuadernos. Todo.
Todo lo que había sido Thomas, se convirtió en rencor. Las cortinas, la comida, los libros, la luz, las conversaciones, los pensamientos, las frustraciones y los sueños.
Frederika descubrió que era un ama de casa sin más ambición que el rencor, y que hizo de su vida un hogar para el rencor. Frederika descubrió que no tenía nada que perder, más que el rencor. Nada que perder. Lo planeó todo en una tarde.
Durante semanas provocó repetidas y violentas discusiones en el hogar, jugando de ante mano con las paredes de papel del inmueble y con el oído atento de un vecindario cotilla.
El jueves 27 de noviembre sabía que Thomas tenía una reunión importante a la que no podía llegar tarde. Lo preparó todo para que la discusión se provocase justo antes de que se marchase. Discutirían en el salón comedor cuya ventana daba al patio de vecinos. Le pondría histérico. Histérica ella también, chillaría y golpearía los muebles, suplicándole a gritos.
Conocía a Thomas. La tensión del momento podría con él, como tantas otras veces, y huiría precipitadamente de la discusión, más apresurado que otras veces por la importancia de la reunión.
Y en el preciso instante en que Thomas saliera por la puerta, Frederika se lanzaría contra la ventana cerrada, atravesando el cristal y gritando:
- ¡No! ¡Thomas, por favor! ¡No!
Frederika se estrelló contra el suelo a una velocidad de 80 km/h. La velocidad de un cuerpo cayendo desde 25 metros de altura hasta chocar contra la acera.
5 minutos después. Con el cuerpo de Frederika rodeado de transeúntes aterrorizados, Thomas aparecía sofocado y con la ansiedad de la prisa y el furor de la discusión reflejado en su rostro.
- ¡Ha sido él! –gritó una vecina- ¡Es el marido! ¡Ha sido él!
Semanas y semanas de violentas discusiones, una joven amante, un marido hastiado, un trabajo estresante, una esposa absorbente, un cristal roto por un cuerpo que lo ha atravesado y una última frase de súplica. Homicidio en primer grado.
En Holendaguem la pena capital por homicidio en primer grado, en un caso visto para sentencia, se ejecuta exactamente al mes de haber dictado el veredicto. Culpable.
3 comentarios:
Uff, como son en Haagen Daas... buena idea.
¡Qué bueno! ¡Gran idea!
n. Muy chulo Moni. Ademas me encatan los textos que acaban como empiezan ;)
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