10/3/12

Borradores que no serán más que eso

Pisaba la hojarasca con sus enormes botas de goma. Le encantaba ese sonido crujiente tanto en las tostadas como en las cucarachas negras que atrapaba bajo sus pies descalzos de madrugada. Escondía detrás de aquellos vestidos de catálogo encargados por su madre a una salvaje como bien decían en las sobremesas familiares. Entre preguntas de cómo podía llevar el pelo así y que iba a hacer con su vida solía dejar escapar un eructo para que la desterrasen a su cuarto. Pero ese día era libre y caminaba por el parque pisando las hojas con fuerza.

Abrió el cubo de la basura con ímpetu y al arrojar las migas que se habían desprendido del pan al cortar las dos rebanadas del desayuno entrevió los dos preservativos que había tirado la noche anterior. Uno anudado y lleno, el otro arrugado y vacío.


 Llevaba ya unos minutos en silencio cuando decidió empezar a escarbar más allá de los huesos de su paciente.
- Entonces, ¿me vas a contar que te pasa de una vez?.
El chico no debía tener más de 27 años, pero miraba continuamente al suelo, como si al inclinar la cabeza pudiese eliminar sus problemas con ayuda de la gravedad.
- Supongo.
- Suponer no es una respuesta correcta, digas lo que digas que sea un si o un no, el tiempo pasa, y después tengo otro paciente.
La primera sesión siempre era la más fácil en general, los pacientes estaban ansiosos por empezar a contar todas las cosas que les perturbaban la existencia, saltaban de un tema a otro dejando tantas pistas de infelicidad que solo tenía que estar atento para recoger en su cuaderno todo el contenido que pudiera. En ocasiones la letra resultaba ser tan inteligible al final de la sesión que tenía que releer una y otra vez hasta conseguir

Una noche llegué a casa y era un hogar. Me resultó raro porque al salir y cerrar con llave no tenía esposa ni retoño malhablado corriendo por el pasillo en el interior. Ladrones pensé, pero la mujer estaba buena así que le seguí la corriente.

Días de tormentas sin truenos ni relámpagos. LLuvia estéril y seca que apenas alimenta las cien gargantas de los que estamos abriendo la boca al cielo. Han pasado tres días y seguimos encerrados. Nos capturaron de madrugada entre silbidos en do menor y ráfagas de luces que atravesaban la carne como si pusieran mantequilla en un microondas a plena potencia. Pocos son los valientes que se atreven a pronunciar la prímera sílaba de cualquier palabra. A los que hablan se los llevan.



Jamás había roto un cigarrillo al quitarle la ceniza del extremo. Está vez la presión ejercida por su dedo índice se descontroló y al segundo golpe quebró el pitillo sin llegar a romperlo. Apenas una fina capa de papel mantenía unidas la dos partes claramente visibles. Se quedó mirandolo un buen tiempo. Estaba nervioso. Su mano derecha temblaba. Sentía que tenía el pecho hundido en un lago helado y le costaba respirar con un ritmo tranquilo. Me cago en todo masculló y se quito el sombrero para poder pasarse la manga de la chaqueta por la frente. Daba la impresión de estar incómodo en su traje, como si le viniese grande a pesar de ser de su talla. En el cursillo le dijeron que debía estar tranquilo y siempre ir elegante, pero él sabía que rompía las dos normas básicas.


Y ahí estaba ella por fin, desnuda en su piel cálida y serpenteante. Les separaban tres pasos o quizás dos. La oscuridad impedía calcular bien las distancias.


La resaka no me dejaba dormir así que me levanté intentando recordar como había llegado a casa. En el pasillo me cruce un hombre de cejas pobladas y bigote tan fino como una pestaña, y eso viviendo solo me extraño un poco, pero aún así continué en dirección al baño para soltar lastre. Sentado en la taza como un trozo de galleta esperando a que lo sorban reparé en el extraño señor que me había cruzado. Al salir del baño le encontré viendo la tele así que le pregunté quién era. Él me respondió que era su programa favorito que no le molestase en un tono poco conciliador, así que me achanté y me fui a la cocina a prepararme un buen café torrefacto. El aroma del café es algo que me encanta, al igual que al señor borde del bigote fino que en cuanto olió a café recien hecho me pidió uno. Desayuné en la cocina con cierta prisa, y

Se olió los dedos. Aún apestaban a ajo. Odiaba tanto hacer de pinche para su madre como que le encomendaran las tareas más ridículas. Abrir los tarros herméticos, pelar los ajos y machacar con el mortero el perejil, la sal y más ajos. Encontraba cierto placer en la tareas en las que necesitaba cierta destreza con el cuchillo y que le estaban prohibidas. No sabía si era precisamente porque no le dejaban desempeñarlas o por su relación estrecha con ese filo plateado que le cegaba. Cuando su madre le llevaba al viejo supermercado de su barrio se quedaba fascinado viendo como el viejo carnicero con pelos erizados en las orejas y delantal verde a rayas rebanaba la carne como si fuera mantequilla. El cuchillo entraba y salía limpio cortando huesos, tendones y carne magra sin ninguna oposición. Y ese olor a sangre coagulada con esos troncos de terneras y cerdos colgados exhibiendo su falta de vida le hacían sentir un agradable hormigueo.
















Seguir las huellas de tus pies por la arena esperando al viento que me pierda
a los labios que me arranquen la piel de la boca y me abracen las entrañas
a la mujer que despierte este cuerpo donde me refugio inerte
corriendo en soledad por la autopista con el billete de vuelta

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