Desnuda. Con los pezones tan frágiles como un bistec lanzado a su primer fuego. Sus ojos ensanchados por el deseo escrutaban cada gesto, cada detalle imperceptible de mi cuerpo. La respuesta que ella buscaba la encontró en los breves segundos en los que era incapaz de aguantar el peso de su mirada. Miró al techo de mi cuarto y dejó escapar el aire retenido en sus laberínticos pulmones como quién lanza las cenizas de un ser querido al viento. Me quedé absorto en silencio contemplando como sus ojos se hacían más pequeños. Una de sus lágrimas decidió resbalar a cámara lenta. Primero descendió perfectamente el arco de su mejilla, ya en el cuello siguió una línea recta impertérrita que la llevaría a descender por todo su esternón hasta su vientre donde se fundió con el sudor y desapareció. Intenté alcanzarla con mis brazos, pero como quién escribe un fin en mitad de un capítulo detuvo su cuerpo y lo inclinó sobre el mio. Tiritaba por el frio de no saber por qué se acaban las cosas. La abracé con todo el amor y el cariño. Por una vez no se quejó que no contralase mi fuerza. Juntos y en silencio nos quedamos dormidos repasando los mismos recuerdos como ciegos leyendo en braille la historia de su vida.
Hace 1 año
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